
El día de ayer se vivió una de esas jornadas que dejan una marca profunda en la memoria colectiva. La Justicia, una vez más, pareció darle la espalda a la verdad, al dolor de una familia, y a la lucha incansable de quienes claman por respuestas. En una resolución que generó bronca, indignación e impotencia, el juez Javier Figueroa decidió sobreseer a Echegaray, principal imputado por la muerte de Lucía Rubiño.
El fallo, dictado a pedido del fiscal, fue un baldazo de agua fría para los familiares de Lucía y para los manifestantes que, desde temprano, aguardaban en la puerta del tribunal esperando justicia. Pero esa justicia no llegó. Por el contrario, se impuso la impunidad.
Afuera, el aire se cortaba con la tensión. Gritos, llantos y un dolor colectivo que encontró en el abrazo de los presentes un refugio momentáneo. Nadie podía creerlo. Echegaray, señalado desde un primer momento, quedó libre de toda culpa. Y la causa, que tantas veces había sido símbolo de lucha, fue cerrada como si nada.
“Nos mataron a Lucía dos veces”, gritaba una de las manifestantes. Porque eso es lo que se sintió: un segundo golpe, más violento aún que el primero. La Justicia no solo no respondió, sino que dio vuelta la cara.
Hoy la sociedad se pregunta quién protege a quién. ¿Quién defiende a las Lucías? ¿Hasta cuándo la impunidad será la regla y no la excepción?
La bronca sigue. La indignación crece. Y la impotencia… esa no se va. Porque Lucía Rubiño ya no está, y quienes deberían responder por su ausencia, caminan libres.